Capítulo 9: Aprender, un proceso de… deconstrucción

El movimiento de apropiación no nace por sí mismo en lo abstracto, sino más bien por el acto de trabajo concreto que lo origina y luego lo sustenta” Gregor Mendel

¿Por qué complicarse la vida? ¿Por qué no enseñar inmediatamente los saberes “buenos”, en vez de trabajar duro para identificar las concepciones movilizadas por los alumnos? ¡Básicamente porque la enseñanza no es suficiente para erradicar las ideas adulteradas! Cuando un alumno dice que la lana “calienta”, esta concepción ingenua no es una idea aislada, sino una verdadera explicación o incluso una modelización con una lógica intrínseca1. No basta con colocar un termómetro dentro de un pulóver para sugerir que la lana no es un radiador, sino que actúa como un aislante.

Para que un educando – niño o adulto – se pueda apropiar de un saber, es central operar una verdadera deconstrucción de sus concepciones. Consideremos el “peso”, la “fuerza pesando” (¡que los físicos me perdonan!) de un individuo (u de un objeto). Es el ejemplo mismo del concepto difícil de transmitir al hombre común, una dificultad que priva irremediablemente el grueso de nuestros jóvenes contemporáneos de los “beneficios” de la mecánica clásica que la enseñanza de la física pretende propagar. La experiencia diaria del peso (como la del trabajo) no tiene nada que ver con la definición científica del peso brindada por los expertos. Para que conste, supongamos que tenemos que subir al sexto piso con diez bolsas de 30 kilos de yeso (ya que en la vida cotidiana no se dice “kilogramos”), y que bajamos esas mismas diez bolsas llenas de escombros del mismo peso. Todo buen físico les dirá: “El trabajo es… nulo”. Es imposible imaginar una formulación más alejada de la intuición. Y si en un exceso de entusiasmo llevaríamos otras bolsas del sexto piso a la planta baja, ¡nuestro trabajo sería… negativo! Esta anécdota basta para comprender que no se están tratando los mismos temas2.

Sus errores me interesan

Frente a semejantes disparidades que la enseñanza – con pocas excepciones – ignora, las contribuciones “culturales” de la física son prácticamente inexistentes. En materia de peso, los estudiantes sólo recuerdan, después de una clase, la necesidad de dibujar una flecha para materializar esta noción. Pero en el caso de un ser humano, ¿dónde ubicamos el punto de aplicación (el antiguo “centro de gravedad” y actual “centro de inercia”) de esta fuerza? Los alumnos lo posicionan tanto a nivel del ombligo que en la nariz o también a nivel del cráneo (ver los dibujos a continuación). Estos errores son menos fallas a priori reprensibles que “síntomas” señalando obstáculos contra los cuales ha chocado su pensamiento. Cada elección es clara: el ombligo, un lugar simbólico, es comúnmente considerado el centro del individuo y la nariz es el centro de la cara. En cambio, la parte superior de la cabeza corresponde a la idea de que el peso es el resultado del “aire (de la atmósfera) presionando sobre la cabeza”3. No hay nada más falso para un físico que eso. De modo similar, los alumnos colocan a menudo el extremo de la flecha en contacto directo con el suelo. La idea de acción a distancia, importante para Newton pero demasiado alejada del sentido común, les resulta extraña. Estos y otros obstáculos bloquean el acceso a la verdadera definición del concepto de peso.

Concepciones del “peso” en los adolescentes. (Fuente: LDES)

Para progresar, una “deconstrucción” de la idea de influencia del aire es esencial. ¡Es un ejercicio fácil cuando se hace por escrito en el papel, pero lleno de trampas cuando se realiza en el aula! Varios pedagogos y filósofos han trabajado en esto, entre ellos Gaston Bachelard quien dijo que era importante destruir (“rectificar” como lo matizará después) los conocimientos deformados, “superando lo que obstaculiza la espiritualización4 en la mente misma”, “pensar en contra del cerebro y de las ideas “ya establecidas”. Bien, pero en términos prácticos, ¿cómo podemos lograrlo?

Si seguimos a Bachelard, se podría proponer una argumentación experimental: un individuo equipado con un traje de buceo y una botella de oxígeno se pesa en un recinto vaciado de su aire. A menos que se utilice una balanza de precisión5, no se podrán observar variaciones significativas pesando a la misma persona al aire libre. Con eso quedará demostrado que el aire no interfiere.

Desafortunadamente, esta demostración no es suficiente para cambiar la concepción inicial. En el mejor de los casos, el individuo se da cuenta de la presencia de un defecto oculto en su razonamiento y lo mezcla con una hipótesis adicional para no tener que abandonarlo. En el peor de los casos, no oye la objeción. La historia de las ciencias está plagada de ejemplos de este tipo, como lo demuestra la “gran” historiadora de las ciencias Maryline Coquidé-Cantor acerca de la generación espontánea. Pasteur no escuchaba las objeciones de Pouchet y se guardaba de realizar los experimentos que su rival le proponía. Los dos hombres no compartían el mismo marco de referencias ni el mismo modo de argumentación.

Cuando los investigadores se escuchan unos a otros (lo que ocurre realmente…), no basta tampoco con convencerlos. Así, en el siglo XVIII, una polémica oponía a dos zoólogos. El naturalista Wolff no creía en la idea de que el germen del futuro bebé preexiste en el huevo. Proponía la prueba siguiente a su homólogo suizo De Haller: romper cada día un huevo puesto por la misma gallina, fecundado, y examinar su contenido. La experiencia, creía Wolff, debía demostrar de una vez por todas la inexistencia del bebé durante la fecundación así como su progresiva organización. De Haller se prestó por cortesía a la prueba, pero se mantuvo firme en su idea. Si el bebé es invisible, repetía, es porque el embrión es transparente. Para demostrarlo, sugirió a Wolff que coloreara los huevos añadiendo, como se hacía en ese momento para facilitar la observación, un agente fijador, en este caso un ácido que coagulaba la clara del huevo. ¡Apareció una estructura que De Haller consideró inmediatamente como un pollito6!

La metáfora de la pared

¿Sería imposible aprender? No, de ninguna forma. El mero hecho de multiplicar los argumentos – o mejor aún los contraargumentos – multiplica las chances de convencer: uno de ellos siempre puede terminar “poniendo el dedo en la llaga”. Muy a menudo el resultado es desesperante…

Si se trata del peso, se puede proponer medirlo, entre otras opciones, cuando la persona está acostada: la superficie de presión del aire siendo mayor, el peso aumenta. También se puede recolectar informaciones sobre el peso de una misma masa en la Luna, en ausencia de atmósfera.

Este argumento es válido para aquello que ya lo conoce, pero es poco probable que genere la adhesión de un principiante. Una pequeña grieta en el casco no hunde un barco, especialmente si la tripulación está sacando el agua… Otras formas más sutiles pueden ayudar a “romper” el obstáculo. La concepción activa actúa como un verdadero obstáculo para aprender; fija el educando en su saber, lo cierra a cualquier novedad, incluso a la originalidad.

Una metáfora nos ayudará a visualizarlo más claramente. Ya que se trata de cierre, imaginemos el obstáculo como una pared, que bloquearía el paso hacia otro espacio de saberes (la imagen no es genuina ya que en latín obstare significa “estar adelante”, “lo que obstruye”). Romper la pared implica una mano de obra y herramientas. Sin embargo, la pedagogía es todavía muy joven… Y aún no inventó el polvo o la topadora. Por otro lado, sacar el pico y la pala requiere mucho tiempo y energía.

Para cruzar esta pared, es importante saber primero qué hay debajo, cuál es su sustrato. Esta es la tarea del docente; un abordaje de las concepciones lo permite7. Para el alumno, lo que importa es lo que está detrás, en el campo del saber que se le abre. Si la pared es demasiado alta para mirar a su alrededor, el deseo ni siquiera llegará a aflorar en su mente (lo que nos remite al problema de la motivación mencionado en el capítulo 7). Por lo que se le debe proporcionar una escalera o hacerlo subir a una altura.

Varias opciones quedan disponibles. Si la pared es lo suficientemente baja, el educando lo puede cruzar con los pies juntos, tomando el impulso previo. Si el obstáculo es demasiado alto, puede usar un palo, treparlo con las manos o agarrar una cuerda. A menos que construya una escalera o un plano inclinado. La escalera corta, para usar esta metáfora, puede ser un trabajo en grupo en el que las pares se ayudan entre sí para desarrollar un saber. Y “la gran escalera” puede ser una información proporcionada por el docente. ¿Pero dónde colocar el instrumento? El muro (el obstáculo) no siempre tiene que ser evitado. Puede convertirse en un punto de apoyo. Jean-Louis Martinand de la Escuela Normal Superior de Cachan, propuso así la idea de “objeto-obstáculo”. Su principio es buscar los obstáculos cuya superación es susceptible de ser posible y enriquecedora al mismo tiempo, para luego definir las condiciones didácticas que permitan implementarlo.

Volvamos a nuestra pared. No siempre es útil querer cruzarla a cualquier precio. Sólo puede ser útil agrietarla; con el tiempo se derrumbará. Una perturbación puede ser suficiente. Algunas prácticas pedagógicas pueden parecer muy paradójicas; por ejemplo, todavía se puede levantar más arriba una pared cargándola hasta que se derrumba. En este caso, el docente puede aportar una gran cantidad de información que, reunida en torno a la concepción inicial, la vuelve insostenible… Finalmente ¿por qué no cavar un túnel, y si la pared se encuentra en una cuenca, inundarla para cruzarla nadando? Las respuestas elusivas son infinitas. Esta metáfora muestra la riqueza de las prácticas pedagógicas desde el momento en que se abandona la rutina habitual; sólo resta adaptar las situaciones o los argumentos al problema a tratar y a las concepciones de los alumnos.

Aprender es tanto deconstrucción como construcción. Se podría hablar incluso de “desprenderse” como lo sugiere el neurobiólogo de Montpellier, Daniel Favre. Para aprender, el individuo debe dejar sus puntos de referencia habituales. Debe dejar sus costumbres. La apropiación del saber procede de desbarajustes, de crisis fructíferas o de discontinuidades profundas.

Para aprender, una disonancia debe apuntar al “núcleo duro” de la concepción, debe crear una tensión tal para romper el frágil equilibrio alcanzado por el cerebro del educando. Un concepto, y con más razón un modelo que incluye a varios, no puede elaborarse a partir de una sola situación. Por lo tanto, enriquecer la experiencia del educando se torna una prioridad. Sin tal maduración de la situación, cualquier observación o experiencia contraria se desliza en la superficie del pensamiento del alumno; cualquier argumentación puede no ser escuchada. Acaso, ¿no decimos diariamente “¡Le entra por un oído y le sale por el otro”?

Enriquecer la experiencia

De vuelta con el tema del peso. La manzana, la lluvia, el paracaídas (todo lo que cae), el columpio o hamaca, el péndulo, son fenómenos para trabajar juntos para que un individuo se apropie del concepto. Nos encontramos aquí con la importancia del terreno que mencionamos en el capítulo anterior. Cualquier cosa que hagamos, un objeto en la Tierra siempre se cae, atraído por una fuerza poderosa e invisible: la gravedad, que actúa constantemente y en todas partes. Si pudiéramos cavar un pozo hasta el centro de la Tierra, ella nos llevaría allí. Al menos se supone, aunque esta zona sigue siendo misteriosa como la naturaleza de esta fuerza, de la cual sólo sabemos que es el resultado de una atracción de la materia por la materia. Esta limitación, ligada a nuestra ignorancia actual, es parte del aprender. A contrario de un prejuicio común en la enseñanza, los límites del saber también ayudan a aprender.

En todo caso, la gravedad terrestre manifiesta sus efectos sobre grandes distancias. Es ella que “retiene” los satélites artificiales que circundan nuestro planeta a cientos de kilómetros sobre el nivel del mar. La Luna, aunque a 380.000 kilómetros de distancia, también siente su influencia.
Los viajes extra-atmosféricos nos han familiarizado con el estado de ingravidez, al menos con sus manifestaciones más espectaculares: la dificultad de beber, las gotas de agua a la deriva, el vals de los astronautas… Cruzar una zanja y saltar la cuerda son oportunidades para reproducir las sensaciones que se viven en una cabina espacial. La única diferencia tiene que ver con la brevedad de la experiencia. Del mismo modo, una caja conteniendo muñequitos y lanzada al aire imita a una nave en el espacio. Sus “ocupantes” están sacudidos, su peso medido por tensiometros disminuye y luego se cancela durante un corto instante.

Estos itinerarios son necesarios. Sin embargo, la deconstrucción del obstáculo no debe ser “cosificada” ni perfectamente circunscrita. Es imposible delimitarla, ya que sus adherencias son muchas, y no se limita solamente al campo racional. Sus raíces están profundamente arraigadas en lo emocional, lo afectivo y lo mitológico. El pensamiento humano está lleno de constantes a las cuales es difícil de escapar. Todos los individuos, hasta niveles muy avanzados en la universidad, poseen mucha dificultad para no imaginar trabajos o fuerzas que tiran o empujan para el más mínimo movimiento.

Así, la interesante investigación de Laurence Viennot, llevada a cabo en la Universidad de París VII, fue confirmada varias décadas más tarde. Cuando se les preguntó: “¿Qué fuerzas actúan sobre una pelota lanzada según una trayectoria vertical?”, los estudiantes – e incluso algunos docentes – de física respondieron8: ¡dos fuerzas, la gravedad… y una fuerza de impulso! No obstante, la física enseña a desconfiar de la intuición. A pesar de sus conocimientos académicos y del uso desmesurado de calculadoras programables, más del 50% de los estudiantes entrevistados continuaron profesando la vieja teoría del impetus: si la pelota sigue ascendiendo, es porque dispone de un “capital de fuerza”, una especie de impulso. ¡Error! Una vez que la bola va cayendo, interviene una sola fuerza: la gravedad.

Por eso, ¡nuestro “peso” siempre plantea “graves” problemas a nuestros brillantes futuros investigadores! Los estudiantes lamentan ver la inmensa dificultad que supone tender un puente entre las fórmulas que ellos aplican casi mecánicamente y su significación exacta9.

No hay garantía contra los obstáculos

La metáfora de la pared nos hizo sentir que, aunque la deconstrucción es siempre deseable, nunca debe ser tomada literalmente. Rara vez se trata de desarmar la pared. Se puede atacar sus fundamentos y no el obstáculo en sí. Además, esta deconstrucción puede ser otra construcción: un andamio, una puerta, un plano inclinado o un túnel.

Cada analogía puede tener también una traducción pedagógica, bajo ciertas condiciones. En su libro Human Understanding, el epistemólogo Stephen Toulmin establece una buena descripción, que fue completada en el plano didáctico por el psicólogo Michael I. Posner. Para ambos autores, los educandos necesitan darse cuenta de que sus concepciones existentes son insatisfactorias. El docente sería el encargado de motivar este sentimiento, de proponer (de manera inteligible) un nuevo saber y de convencer al alumno de que este último es coherente con otras áreas de su pensamiento y más eficaz, por razones de “elegancia, de economía o de utilidad”.

Esta pedagogía del “cambio conceptual” ha desencadenado una serie de reflexiones y propuestas, especialmente entre los anglosajones. Para la especialista inglesa en didáctica Rosalind Driver, el punto central del enfoque es la primera fase: la desestabilización de los conocimientos anteriores. Se trata de una fase de expresión que permite al docente identificarlos y proponer a continuación contraejemplos. Una vez destronadas las ideas y mediante una reflexión común y la ayuda del maestro, otros modelos son formulados, probados y estabilizados, aplicándose a nuevas áreas.

Este enfoque no está exento de interés, pero concede demasiadas virtudes a los contraejemplos. ¿Estamos seguros de que el alumno oye la contradicción? El trabajo en las aulas nos convence de lo contrario. Lo que parece lógico a uno (el docente) no es aceptado por el otro (el alumno). Otra debilidad del método es que no tiene suficientemente en cuenta las percepciones de los educandos. La presentación de un hecho en contradicción con el pensamiento de un alumno no garantiza la aceptación de su parte de un cambio de ideas. Esto es especialmente cierto cuando el contraejemplo es a menudo único y demasiado breve – a veces una sola secuencia de clase – para convencer. Sumado a las dificultades de elaborar una nueva formulación del saber, una etapa frecuentemente implícita u oculta.

En 1974, la colaboradora privilegiada de Jean Piaget, Bärbel Inhelder, defendió una idea más relevante: el “conflicto cognitivo” que ponía de relieve la batalla de ideas que puede surgir del enfrentamiento de opiniones opuestas. Para ella, el educando es capaz de realizar un “reequilibrio sumatorio”, es decir una superación de su pensamiento. El conflicto de ideas ataca de modo dinámico la estructura cognitiva. Crea las condiciones propicias para una “descentración intelectual”, explicita las diferencias. Las situaciones de interacciones sociales en las que los alumnos deben coordinar sus acciones o sus puntos de vista, generan así progresos cognitivos.

Para que el conflicto sea relevante, se requieren ciertas condiciones generales. Es necesario explicitar claramente varios puntos de vista. Lo que conduce a proponer a los alumnos situaciones motivadoras en las que el desacuerdo es evidente, y situaciones señaladas para evitar falsas pretensiones. La escuela de psicología genética de Ginebra, con Wilhelm Doise, Gabriel Mugny y Anne-Nelly Perret-Clermont en sus filas, han explorado activamente esta noción en una multiplicidad de situaciones, hasta convertirla demasiado rápidamente en un remedio milagroso10.

El enfoque del conflicto cognitivo no puede ser evacuado. Lo mismo se aplica ni más ni menos a la democracia que se basa en el siguiente postulado: “Podemos ser más inteligente siendo varios”. Así pues, el debate político directo o indirecto, a través de nuestros representantes en el Congreso, debería conducir a las mejores opciones, al servicio del bien común. Todos sabemos las apropiaciones sociales y indebidas de tales prácticas.

Pero, ¿qué pasa con la elaboración del saber? En este plano, el conflicto cognitivo sigue siendo el presupuesto teórico más favorable a la producción de saberes cuando la corroboración experimental es impracticable. La mejor argumentación discutida dentro de una comunidad debe ganar la adhesión del grupo. Ahora bien, existen muchos límites, incluso dentro de la propia comunidad científica. Todo tipo de razones juegan en su contra, desde las relaciones de poder hasta las manipulaciones de la comunicación.

Lo mismo se aplica en materia educativa, donde esta idea requiere ser enriquecida y relativizada. Es verdad que el trabajo en grupo actúa a menudo como disparador. La confrontación estimula la motivación: hace que los alumnos quieran defender sus opiniones y contrarrestar las de los demás. Argumentar enriquece su punto de vista. Cuando lo que está siendo defendido es frágil o limitado, la confrontación ayuda a buscar otros argumentos. El enfoque amplía los conceptos o su campo de acción o de representación. Mejor que la clase magistral, provoca una perturbación interna del pensamiento sobre puntos que el alumno suponía dominar, sobre ideas que imaginaba establecidas, y conduce a una transformación de las ideas mediante la producción de nuevos saberes, siempre gracias a la ayuda del grupo.

Pero esta “co-resolución” no es reducible al mero nivel cognitivo. Las dimensiones sociales y afectivas son absolutamente esenciales. Hay un doble desequilibrio para superar: social (“no somos iguales”) y cognitivo (“no pensamos lo mismo”). Los psicólogos que hoy en día aceptan estos límites, prefieren hablar de “conflicto sociocognitivo”.

La oposición de las ideas no es automáticamente fecunda en el aprender. La confrontación a menudo repele a los individuos, especialmente a los mayores. Es cierto que poseen una experiencia del conflicto en la cual éste hiere más de lo que construye. La confrontación debe ser preparada adecuadamente. A los individuos, no les gusta enfrentarse (esto los obliga a revelarse) y temen cualquier argumentación que desafíe su manera de pensar. Las estrategias para evitar son entonces múltiples y van desde la ignorancia de la situación y de lo que se dice hasta posiciones inamovibles o a tomas del poder11.
El docente debe legitimar esta confrontación. Para los niños jóvenes, el juego es una dirección posible. Para los adultos, el juego de roles es una primera etapa menos traumática. En ambos casos, un trabajo de reflexión sobre el aprender es imprescindible.

La toma de conciencia por los educandos de la existencia de otras concepciones distintas a las suyas refuerza la idea de que estas diferencias no son un obstáculo para la comprensión. El conflicto se vuelve un “hilo rojo” que debe ser alimentado. Un número significativo de desmentidos, de contra-ejemplos y de esclarecimiento de límites son necesarios para que el individuo empiece a distanciarse de las ideas en las que cree, a poner en discusión su infalibilidad o a no pensar más que su aplicación es absoluta… de ahí entonces estará listo para repensar sus criterios.

La confrontación debe involucrar una coordinación de las miradas y de los abordajes para llegar a un acuerdo. Si bien una de las concepciones domina, la otra no lo debe experimentar como un fracaso, sino como una superación.

¿Es la pared infranqueable?

A veces, la pared es infranqueable. Forma parte de una fortaleza rodeada de barrancos y de zanjas. Sin embargo, el obstáculo es consustancial al acto de aprender. No es en contra de él que el pensamiento va chocar, sino que es parte integral de ese pensamiento. Antes de ser una dificultad, es ante todo una facilidad que el pensamiento brillante se otorga, como prueba de un cierto conformismo intelectual. Parafraseando al pedagogo de la Universidad de Rouen, Jean-Pierre Astolfi, nos gusta pensar “como si tuviéramos las pantuflas puestas”.

El obstáculo es en realidad una especie de agente doble. Por un lado, constituye el “paso obligatorio”, la herramienta necesaria. Por otro lado, es una fuente potencial de bloqueos. En otras palabras, la construcción del saber tal como lo define Piaget, y tal como la han asumido tantos constructivistas, raramente se lleva a cabo de forma automática. Esta construcción representa más una potencialidad para el educando que un itinerario realista.

El modelo constructivista, si uno no lo puede desafiar en el plano del pensamiento, está diseñado como un modelo idealizado para las ciencias cognitivas y para la educación. Sólo omite las condiciones de aplicación sobre saberes particulares. No es de extrañar que Piaget y sus sucesores se hayan limitado a describir operaciones muy generales del pensamiento, ignorando toda la infraestructura que lo soporta. Lo mismo ocurre con Bachelard y sus discípulos. Para avanzar en estas áreas, la construcción y la deconstrucción deben verse como dos caras de un mismo fenómeno. De su tensión emerge la dinámica del aprender. Como lo mencionábamos en el capítulo 2, cualquier nuevo conocimiento es una reelaboración de conocimientos ya existentes, en función de un proyecto. Aprendemos con y en contra de las percepciones, las presupuestos, las evidencias y las opiniones inmediatas o preestablecidas.