Capítulo 5: Entonces, ¿para qué aprender?

Aprender es una reducción de la dependencia.
Benoît Bunico 3, Le Merveilleux dans sa banalité, 1990.

 

El individuo aprende, o por lo menos intenta aprender… ¿Pero para qué? Como todas las actividades humanas, el aprender ha sido desviado. No comemos para comer, sino para hacer negocios, celebrar un cumpleaños o coquetear. Hacemos el amor no para tener hijos, sino para establecer relaciones sociales o para sentirnos menos solos… De la misma manera, ¡aprendemos para triunfar en la escuela! La escuela todavía no es un lugar privilegiado para aprender: se memoriza de forma puntual y se aplica. Actualmente, funciona más bien como un centro de certificación. Uno llega para hacer reconocer sus méritos; de ahí la multiplicación de cursos privados, de pasantías lingüísticas en pos de aprender lo que se valorará en la escuela.

Es cierto que en todos sus textos fundacionales, la escuela da prioridad a la adquisición del saber. Pero al mismo tiempo, sus programas demenciales y sus métodos frontales convergen para mantener a la mayoría de los alumnos alejados de las orillas del “aprender”. Peor aún: la institución escolar secreta mucho desinterés, cuando no es aburrimiento. Las evaluaciones muestran que la curiosidad, el cuestionamiento y por lo tanto el deseo de aprender disminuyen con los años que se pasan detrás de un escritorio. Sólo aquellos alumnos que han entendido que la escuela constituía un pasaporte para una situación futura potencial aceptan de “jugar el partido”.

¿Cómo podría ser de otro modo cuando enseñamos a la mañana la brominación y la cloración de los alquenos en fisicoquímica, luego la creación de los zemstvos en Rusia en el curso de historia, antes de terminar la mañana con dos horas de examen en matemática sobre los vectores colineales o las ortogonalidades en el espacio? Temas intrínsecamente apasionantes por supuesto, pero que sólo satisfacen a los especialistas que han pasado diez años de su vida en este campo o que son capaces de descifrar inmediatamente el interés cultural o económico.

¿Quién puede apreciar a Ronsard, Baudelaire o Verlaine cuando el estudio de estos autores se intercala entre la hora de fútbol en el curso de educación física y deportiva, y la del curso sobre los factores de distribución de las actividades agrícolas en geografía? Y pues, ¿por qué debemos tratar de entender o divertirnos? Esto no es lo que se está pidiendo. Lo importante es proporcionar rápidamente lo que el sistema educativo exige…

El aprender como proceso costoso

Al introducir, a lo largo del tiempo, una confusión entre saber y aprender, el sistema escolar se ha pervertido. Querer saber no significa tener ganas de aprender. Aprender es, y seguirá siendo, un proceso costoso en tiempo y en energía, que implica deshacerse de sus certezas, renunciar a toda esperanza de eficacia inmediata y comprometerse en un enfoque cuyas satisfacciones derivadas serán ignoradas de antemano, especialmente en período de desempleo. Nadie está seguro, mediante sus estudios, de obtener un “plus” social proporcional a los esfuerzos desplegados.

Mis palabras son necesariamente globales. Numerosos profesores se involucran en su trabajo, dejando a su carrera en segundo plano. Y para el alumno, el detonante se produce a menudo durante la escuela. Los caminos son a veces sorprendentes. En mi caso, ¡hubo un clic con un profesor de educación física! Pero la mayoría del tiempo, hay tantas oportunidades perdidas. La raíz del mal es evidente: programas inflados, basados no en un proyecto educativo sino en un corporativismo estrecho. Inútil de agregar más cosas aquí y no es el fondo de la cuestión. Señalemos solamente que esta perversidad encuentra hoy otros intereses, los de aquellos que apoyan un cierto liberalismo con libertades que les convienen…

A través de pseudo-aprendizajes, los alumnos “aprenden” a convertirse en consumidores… El conocimiento que se les ofrece solo se considera (a lo mejor) útil para aprobar el pase en el nivel clase superior o las pruebas de exámenes. Fuera de la escuela, no ven interés en ellos. Sólo importa el diploma adquirido, que da acceso (eventualmente) a un trabajo y permite ganar el dinero necesario para el consumo.

¿La sociedad se habría organizado para mantener esta idea? Hace vender según dicen… La televisión, el cine y la publicidad desarrollan la imagen de un pseudo-bienestar, de una vida fácil que conduce a la pasividad y al menor interés. Los juguetes se convierten en simples apreta-botones, los coches o la informática un indicador de nivel de vida, los viajes una acumulación de lugares. No es importante si uno no se involucra en la cultura de los lugareños.
Con lo cual, no se trata de entender cómo funciona un CD-Rom, un teléfono, una videocámara…, o de situar estas técnicas en la historia de las ideas. Aún menos pensar en su uso. Cuando suena la primera llamada, se contesta el teléfono, incluso cuando se recibe invitados, como en el tiempo en que una llamada telefónica significaba una emergencia. Lo importante es ser visto con el último artículo de moda: ayer el coche, hoy el teléfono móvil. ¿A qué sirve aprender en estas condiciones? En ningún lugar, empezando por la escuela, se valora este comportamiento. El placer de aprender está alejado irreversiblemente de nuestras vidas1.

Aprender, un beneficio maravilloso

Sin embargo, esta capacidad tan peculiar y sorprendente que la ordenamos bajo el término genérico de “aprender” representa uno de los beneficios más virtuosos de la humanidad. Sus potencialidades aumentan a medida que ella se desarrolla, y recíprocamente. O, más bien, su importancia debería crecer para que la humanidad se humanice… Pero no hagamos del aprender una competencia específica de la humanidad. Aprender es uno de los inventos más audaces de la vida y se observa en las organizaciones las más sencillas. Bacterias, microorganismos, unicelulares y hongos son capaces de desempeños complejos. En realidad, aprender es característico a todas las formas de vida. Y esta capacidad se ha convertido, con el tiempo, en uno de los motores de la evolución. Por lo tanto, la podemos considerar como una necesidad vital, de la misma forma que comer, beber o dormir.

A través de la progresión de los seres vivos, el aprender ha permitido una adaptación constantemente renovada a los ambientes de vida más diversos. Esta propiedad es tan fundamental que los seres vivos han incluido su principio en su patrimonio genético. Incluso si esto nos perturba, extraemos esta potencialidad de nuestros genes. Pero nada está siempre congelado en nuestro cerebro. La inteligencia siempre queda por construir. En el huevo, sólo hay recetas para fabricar algunas proteínas que son el origen de nuestras neuronas. Decodificar las informaciones, recolectarlas, movilizarlas cuando sea necesario, resultan de una interacción permanente con el ambiente. El entorno está tan presente en nuestras mentes que sólo se aprende en relación con él, o a través de su mediador: el maestro.

Durante la primera infancia, el aprender se convierte en un impulso. A su vez, este último refina el potencial y las capacidades intelectuales del niño. Cuando el individuo ya no aprende, es a menudo el síntoma de una depresión y más tarde el signo precursor de una muerte. En cambio, aquellos que mantienen la pasión por el aprender conservan la pasión por vivir, incluso en medio de las peores dificultades. Aprender hace confrontar al los humanos con sus instintos de vida. Además, el aprender les permite romper con las costumbres, de la dependencia y de las evidencias. Les permite aprovechar de sus éxitos o fracasos para removilizarlos en nuevas situaciones, brindando una comprensión de si mismos y de los demás.

En el fondo, saber es una suerte. Para él que sabe, lo que aparece a priori como una montaña (una formalidad administrativa o el funcionamiento de su propio cuerpo por ejemplo) se vuelve más sencillo. El individuo deja de ser el juguete – o el sujeto – del especialista que lo engaña o lo explota… Puede llamar a su médico o abogado, evitar de ser estafado por su plomero o debatir sin complejos con su alcalde. En un mundo en cambio continúo, aprender de su propia experiencia – y de la de los demás – se está convirtiendo también en una fuerza para seguir adaptándose a lo que parece inevitable.

Ahora bien, nos encontramos en un período de transición. Nunca la humanidad ha tenido tanto potencial material, científico o técnico para orientar su destino. Nunca antes había creado tanta riqueza. En Europa, el Producto Nacional Bruto (PNB) se ha triplicado en veinte años. En Asia, aumentando en un promedio de 15% anual. Sin embargo, en los albores del siglo XXI, la sociedad debe hacer frente al aumento de la violencia en todas sus formas, la exclusión social, la dislocación de los estilos de vida tradicionales, la brecha creciente entre los ricos y los pobres, el Norte y el Sur, el servilismo a las nuevas tecnologías y la explotación sin precedentes de la Naturaleza. La sociedad, de facto, se encuentra en un estado de dudas2 frente al débil control de la innovación técnica y las fuerzas de los mercados monetarios, así como el impasse de los modelos de desarrollo. Ella teme por su supervivencia (en todo caso por una determinada calidad de vida de sus descendientes) y duda de las soluciones que se le proponen (a menudo peores que los problemas que los han causado). Entre las múltiples autoridades locales pero inacabados, y las inaprensibles esferas multinacionales, lo político está perdiendo de su envergadura. Sacudidos por estos cambios rápidos, cada uno se siente convertido en rehén. Una aturdimiento desdibuja los antiguos puntos de referencia. Impotentes para controlar estos fenómenos, nuestros contemporáneos responden a lo más urgente, buscan protegerse de los riesgos refugiándose en su caparazón, su gueto o su nacionalismo. Una seguridad ilusoria toma cuerpo, los lazos sociales se erosionan. Algunos abogan por un retorno a los valores del pasado o el rechazo del otro, del extraño, percibido como un agresor.

Para no ceder a este vértigo, el realismo requiere aprender y aceptar los desafíos tales como se presentan, sean cuales sean. Lo que acontece no tiene nada para preocuparse. Es ante todo una etapa en nuestra historia. En lugar del miedo, la manera más sabia es integrar esta inestabilidad en nuestra visión del universo. La incertidumbre se convierte en la naturaleza misma del mundo. Se trata a la vez de vencer nuestra sed de certidumbres, de desarrollar una capacidad crítica y tomar la medida de la diversidad de los individuos y de las poblaciones. El saber ya no es un conjunto de datos mecanicistas y lineales, cerrados y definitivos. Conviene aprender a no tener más ideas fijas y revisar su propio juicio, aceptando puntos de vista alejados de los propios. Trabajar con las diferencias ayuda a clarificar sus propios valores y evita que ellas creen exclusiones.

Las nuevas tecnologías (informática, multimedia, redes de comunicación del tipo Internet) que ponen a disposición un enorme stock de datos, accesibles con un clic en la pantalla, están en el corazón de esta convulsión de nuestros modos de vida. El libre flujo de imágenes y datos ayuda a transformar nuestra visión del mundo. Con nuevas técnicas, nuevos aprendizajes. Ha llegado la hora de aprender a buscar, a ordenar, a jerarquizar la información (de lo contrario uno se podrá ahogar), a leer las imágenes, a decodificar su estructura, las secuencias y la sintaxis, a usar la intuición para olfatear la “buena” red de información o el foro de debate relevante. Todo documento electrónico debe generar preguntas y debates. Se requiere un nuevo sentido crítico para tratar estos flujos de información, cuya fuente y grado de relevancia se desconocen. En este mundo cambiante, todo puede tornarse muy rápidamente en confusión. Aprender va ahora más allá de la mera adquisición de conocimientos fácticos. Es la apropiación de enfoques que se vuelve central para priorizar.

Aprender es ante todo una búsqueda

“Aprender” significa por lo tanto, y más que nunca, manejar. Al igual que en el ciclismo, hay que pedalear constantemente para mantenerse en equilibrio. aprender, en tanto manejo, debe permanecer como una apertura constante al mundo… Pero un manejo asociado a una permanente búsqueda, la necesidad de superarse e incluso de trascenderse. Esta capacidad, que cada uno de nosotros lleva consigo, debe permitir la superación, sin el cual se congela al individuo.

Esta continua “búsqueda” que el manejo debe engendrar lleva al individuo a ir más allá de sí mismo o en relación a sí mismo. Ésta saca al individuo de las rutinas, de sus hábitos o sus evidencias. La necesidad de superarse, de no quedar donde se encuentra habitualmente, o incluso de trascenderse, se está convirtiendo en un reto para nuestros tiempos. El individuo puede entonces renovarse a sí mismo. El movimiento, una cierta dinámica, son fundamentales en la vida. Movilizan hacia fuera de uno mismo o del entorno de vida habitual.

Aprender abre entonces un número infinito de vías. Aprender puede convertirse en un nuevo “arte de vivir”: el arte de mantener hasta la edad adulta este “fuego” que Montaigne quería encender en el niño. Aprender puede ser simplemente usado para “no oxidarse” y estar listo para reconvertirse o evolucionar constantemente. A través de múltiples enfoques, puede responder a la necesidad de volverse más humano. Tocar un instrumento, practicar un deporte, manejar un idioma, entender una filosofía, conocer un país o cultivar rosas en su jardín, “es nuestra persona la que está ganando valor, no nuestro patrimonio”, como sugiere el polémico periodista François de Closet. “Y este beneficio, ningún impuesto, ninguna devaluación nos lo quitará”. Para muchos individuos, es la única fortuna que realmente poseen. En caso de golpe duro, siempre se puede contar con ella para volver a empezar.

Así, aprender se convierte en un enriquecimiento tanto del ser como del tener. Y, al mismo tiempo, o independientemente dependiendo del individuo, un placer, una pasión, una emoción, una ganas, una aventura, o un reconocimiento.