Capítulo 2: Breve historia de las ideas sobre el aprender

Entender es tan importante para cada uno de nosotros como amar. Es una actividad que no se delega. No dejamos a Casanova la tarea de amar. No dejemos que los científicos entiendan lo que tenemos que entender nosotros» ¿Albert Jacquard, El peligro de la ciencia, Edición Seuil, 1985.

Aprender, de eso se trata. ¿Pero cómo? Cuando miramos a la enseñanza – y es casi lo mismo para la mediación del saber fuera de la escuela – tres grandes tradiciones se destacan y se oponen entre sí. La primera describe el aprendizaje como un mero mecanismo de registro. Implementada por un cerebro “virgen”, disponible y siempre atento, la adquisición del saber es considerada como el fruto directo de una transmisión. En la enseñanza, esta concepción toma la forma de una presentación rutinaria de un conjunto de datos coherentes. Bastaría que el profesor explique claramente, gradualmente y que recurra a ilustraciones sensatas para asegurar que los conocimientos sean grabados automáticamente en la cabeza del alumno. En el museo, es la exposición habitual de objetos o documentos, complementada con paneles explicativos.

Esta pedagogía “empírica” – también llamada “frontal” – supone una relación lineal entre un emisor poseedor de un saber (docente, periodista, museólogo) y un receptor que memoriza dócilmente los mensajes (los estudiantes o el público en general).

La segunda tradición se basa en un entrenamiento elevado al rango de principio. Todo es cuestión de condicionamientos. El docente (el mediador) divide la tarea en unidades correspondientes a tantas actividades y diseña situaciones acompañadas de un cuestionamiento que propicia el éxito del alumno. El aprendizaje es favorecido mediante “recompensas” (refuerzos positivos) o puntuado por “castigos” (refuerzos negativos). Debidamente condicionado, el individuo acaba, al menos debería acabar adoptando el comportamiento esperado, el que le permite evitar los golpes de regla en los dedos. Las exposiciones basadas en situaciones de tipo “pulsa-botón”, tales como en el Palais de la Découverte de París o en el Lawrence Hall of Science de Berkeley, se basan en este principio. Fue también el principio que se puso en práctica, gracias a los recientes avances en la informática, en el campo de la enseñanza programada, luego en la EAO (Educación Asistida por Ordenador) en los años ochenta.

La tercera tradición remite a una pedagogía de “construcción”. Se retroalimenta de las necesidades espontáneas y de los intereses “naturales” de los individuos, aboga por la libre expresión de las ideas, el saber ser, el descubrimiento autónomo, el ensayo y el error. El alumno ya no se contenta de sólo recibir datos crudos sino que los busca, los selecciona. Lo importante radica en la ejercicio de mirar, comparar, razonar – incluso reiterar los ensayos si se equivoca – inventar y registrar…

Este modelo educativo sirvió de referencia para todo el movimiento de las nuevas pedagogías. Pestalozzi, Froebel, Ellen Key, Kerschensteiner, Decroly, Montessori, Ferrière y Freinet, todos estos pedagogos innovadores de los principios del siglo se inspiraron de él. La Jugendkultur de Gustav Wyneken, con el gobierno de los niños, el método Winnetka, las escuelas de Roches Demolins, la escuela de los Chiquitos en Ginebra, los diversos métodos bautizados “activos”, de “descubrimiento”, la pedagogía del “redescubrimiento” o de la “investigación”, explotan esta forma de construcción del saber. Muchos lugares de investigación para los niños, como el Children Museum de Boston o la Ciudad de los niños de la Villette de París, también se han inspirado de este modelo.

Un pensamiento emblemático

Mirando hacia atrás, observamos que cada una de estas tres “escuelas” se refiere a una teoría filosófica del pensamiento emblemático. La pedagogía empírica remonta a John Locke. En su libro Ensayo sobre el entendimiento humano (1689), el pensador inglés presenta la idea – revolucionaria en aquella época – que nuestras imágenes y pensamientos son el retoño de nuestras diversas experiencias. A diferencia de los racionalistas quienes juran únicamente por la razón innata (el supuesto mundo de las ideas de Platón que cada individuo encontraría antes de nacer), el cerebro es para él una tabula rasa.

En oposición a Descartes, lo describe como “una habitación sin muebles”. Retoma en esto una fórmula querida para Aristóteles: “No existe nada en la conciencia que no haya existido en los sentidos”. En otras palabras, nuestra memoria es tan vacía como una pizarra negra antes de que el profesor empiece su clase. El filósofo francés Condillac va popularizar esta idea en la educación. Su libro Cours d’études (1775) consagra la observación como base de toda enseñanza. Adoptada por la mayoría de los docentes de los siglos XVII y XVIII, esta propuesta se va generalizar, desgraciadamente bajo la forma de un dogma que se olvida de la experiencia concreta alabada por Locke y el advertimiento de Condillac poniendo el acento en la importancia de una multiplicidad de sentido (sólo se conservó su desafortunada metáfora que compara el niño con una “cera blanda”, dejando entender que todo es cuestión de impronta o de “huellas”).

La educación reconocida

Desde entonces, la enseñanza “clásica” se pone en ese camino, camino del cual nunca se desviará. Para aprender, basta con que los sentidos del alumno (primero el oído y después los ojos) se encuentren en una situación de recepción. El papel del docente está fijado: le toca exponer lo más claramente posible y de manera progresiva. Si el alumno no entiende, es porque él o ella no está dispuesto por falta de buena voluntad, o peor aún porque es “perezoso”.

Enriquecida por las primeras teorías de la comunicación, con las voces respectivas de los famosos comunicadores Claude Shannon y Roman Jacobson, esta concepción casi monopolizó la enseñanza y la mediación. Y esto debido a que tres postulados, repetidos hasta la saciedad, le han dado todo su peso. Uno estipula que el pensamiento del alumno es neutral, suponiendo que debería registrar la experiencia de los demás tal como está. Sus convicciones iniciales no tienen importancia. El discurso del maestro las sabrá corregir. El fracaso puede ser evitado si el alumno trabaja con asiduidad y adopta la actitud requerida. Y al final, las sanciones están ahí para poner a los recalcitrantes de nuevo en el “camino correcto”.

El segundo postulado tiene que ver con la transparencia en la transmisión de los conocimientos. El docente debe pensar cuidadosamente la secuencia de las nociones y las dificultades deben ser graduadas. Lo que se espera de un alumno “medio” es que “juega al juego”. De esta manera, entenderá sin encontrar obstáculos.

El último postulado contempla la memorización de cada una de las informaciones, tratadas por separado, y su organización en un conjunto garantizando una coherencia. El profesor imprime sus ideas en la cabeza del alumno, quien las graba y las registra. Ocasionalmente, algunos ejercicios de memorización y sesiones prácticas permiten reforzar el registro.

Esta concepción empírica del aprendizaje puede ser muy efectiva. Sin embargo, su manual de uso es feroz: el mensaje sólo está entendido luego de una espera. Para que esta forma de comunicación directa sea “provechosa”, el educando y el docente deben hacer el mismo tipo de preguntas, compartir el mismo marco de referencia (incluido el vocabulario), operar el mismo modo de pensar y dar el mismo significado a las cosas. Ahora bien, estas condiciones raramente están presentes en la enseñanza. La brecha entre el alumno – o el público en general ya que esto es también válido en el caso de las exposiciones museográficas y de las películas – y el saber es a menudo inmenso. En ciencias y tecnologías, los individuos están a cien millas de distancia de las preocupaciones del mundo científico. Lo mismo ocurre en la literatura o en las artes, con las transformaciones conceptuales o minimalistas que han sufrido estos campos. Sólo un público bien informado logra penetrar el mensaje.

Como resultado: no sólo el supuesto receptor no aprende, sino que se desanima y eventualmente se aleja del conocimiento. Todas las evaluaciones realizadas en Europa y los Estados Unidos lo confirman. El error – uno más – fue – y sigue siendo – creer que la estructura del pensamiento del alumno funciona de la misma manera que una cinta magnética. Pero nunca puede memorizar el estímulo él mismo, y el estímulo registrado no cambia fundamentalmente su pensamiento. El alumno incorpora lo que cobra sentido para él, en relación a la idea que se hace sobre lo que tiene que hacer, y con lo que se le dice1.

 

El condicionamiento operativo

Llegando más tarde, la segunda tradición fundada en el condicionamiento, es fruto de los trabajos del fisiólogo ruso Pavlov. Este especialista de la digestión había descubierto que su material de experimentos, en este caso un perro, se ponía a salivar no cuando se le presentaba la comida – el reflejo normal -, sino cuando tocaba una campana para pedir a su asistente que traiga la comida del perro. El perro, condicionado2, asociaba un segundo estímulo neutro (un sonido) con el primero (la comida). De incondicional, la respuesta se volvía condicional. De ahí la expresión “reflejo condicionado”.

La “invención” de este comportamiento fue el origen de un vasto movimiento de investigación experimental sobre el aprendizaje en los Estados Unidos. El movimiento fue liderado por Edward Lee Thorndike, quien iba a hacerse conocer en 1911 por sus trabajos sobre el aprendizaje de los gatos hambrientos a través del ensayo y el error, y especialmente por John Broadus Watson, un especialista de la psicología animal de la universidad Johns-Hopkins, quien teorizó esta cuestión en 1913. Esta corriente fue retomada y desarrollada por otros dos psicólogos del otro lado del Atlántico, James G. Holland y Burrhus F. Skinner, quien forjó el término “conductismo” (del inglés behavior, conducta) y demostró, mientras trabajaban con ratas, que una respuesta arbitraria sin un vínculo fisiológico predeterminado, a diferencia de Pavlov, puede mantenerse a través de un reforzamiento: la rata recibe alimento. Para él, este condicionamiento “operativo” – ya que el sujeto actúa sobre el ambiente – refleja la mayoría de los comportamientos adquiridos.

Tan pronto como la pedagogía se apropió de la teoría, los éxitos inmediatos de algunos proyectos de aprendizaje simple dejaron presagiar una eficacia sin límites. Su pragmatismo, sobre todo, seducía. Esta teoría afirma que no se puede acceder directamente a los estados mentales de los individuos, caracterizados como inobservables e inexplicables en el marco del determinismo neurológico clásico. ¿De hecho, cómo reducir el pensamiento al mero funcionamiento bioquímico de las neuronas? Parece más realista focalizarse sobre las “entradas” y las “salidas” que sobre los procesos mentales. El cerebro se asimila a una “caja negra”, lo que queda lejos de significar que no pueda ser influenciado desde el exterior. La teoría muestra no sólo que puede ser influenciado, sino que situaciones específicas pueden lograr los efectos deseados.

Entonces, ¿por qué privarse de esto? El método es sencillo: definir los conocimientos buscados; desarrollar situaciones (tareas, actividades, propuestas, etc.) para reproducir ciertos comportamientos; someterlas al alumno. Basadas en un mecanismo de “estímulo-respuesta”, luego de un estilo ensayo-error, estas prácticas que permiten la adquisición de automatismos significativos, se van a desarrollar en los años cincuenta y jugar un papel importante en la “pedagogía del éxito”. Además, este movimiento tenía el mérito de obligar a los docentes a alejarse de su propio discurso y centrarse en el alumno; a cuestionar la naturaleza de la tarea requerida y a de-construirla para definir objetivos intermedios; a inventar otras situaciones de aprendizaje que permitan al alumno ser exitoso; a relativizar el error en la educación. Ya no se trata de sancionar o repetir. Se ponen en práctica remediaciones – es decir nuevas situaciones pedagógicas – en pos de ayudar el alumno a superar el obstáculo. La evaluación también asentó su origen en esto, y la preocupación por la eficacia llevó a los psicólogos conductistas a identificar la eficacia de las situaciones elegidas.

Este modelo es actualmente blanco de muchas críticas. Los neurofisiólogos lo acusan de interesarse sólo en los comportamientos y de descuidar la dimensión mental. El entorno es el factor principal, el educando siendo secundario. Los presupuestos, las creencias, las intenciones y los deseos del alumno (o del público) no están – o muy poco – tomado en cuenta. Sin embargo, estos últimos son factores limitantes.

El enfoque, otra debilidad, es principalmente analítico. El psicólogo conductista revisa los aprendizajes complejos en unidades elementales y los combina, uno detrás del otro, con un estímulo externo. El docente se encuentra rápidamente frente a demasiados objetivos simultáneos, imposibles de manejar. Por último, todo los aprendizajes se sitúan en el mismo plano y según un orden lineal, en el que el alumno los aborda. Chocando con demasiados obstáculos, el alumno no siente que está progresando.

Aprender no es un proceso acumulativo ni un fenómeno lineal. Pasar de una adquisición local a un conjunto, luego de un conjunto de adquisiciones parciales a una movilización coordinada de procedimientos gestionados conscientemente, es delicado. Las transferencias de una situación particular de aprendizaje a una situación profesional o de vida siguen siendo muy imperfectos3.

La pedagogía de la construcción

La tercera tradición, la pedagogía de la “construcción”, nació gracias a Emmanuel Kant, a finales del siglo XVIII. En su Crítica de la razón pura (1781), el ciudadano de Koenigsberg, como Locke, argumenta que el conocimiento emana de los sentidos. Sin embargo, no evacua la razón. La conciencia – como entonces se llamaba al pensamiento – no es una hoja en blanco en la cual vendrían grabarse de forma pasiva las impresiones capturadas por nuestros sentidos: ella sola puede interpretar lo que percibimos del mundo. El pensamiento depende de este material sensible, y viceversa.

Se trataba de una orientación que cambiaba todo y permitía superar la lucha estéril que oponía los empiristas (principalmente ingleses) a los racionalistas (continentales), entre ellos el filósofo francés Descartes, el Holandés Spinoza y el Alemán Leibniz. Retomado por la psicología de finales del siglo XIX, el movimiento, que desde entonces se ha expandido bajo el nombre de “constructivismo”, otorga un rol muy importante al “sujeto conociendo”. Los conocimientos previos y la actividad constituyen los factores determinantes del aprender. El desarrollo cognitivo depende de ello.

La emergencia de las ciencias cognitivas permitió más tarde hablar de “cognitivismo”. La verdad es que esta corriente tiene innumerables ramificaciones. Sólo mencionaremos aquí tres de estas variantes. Dos psicólogos estadounidenses, Robert Mills Gagné y Jerome Seymour Bruner, hacen hincapié en las “asociaciones” que se deben establecer entre las informaciones externas y la estructura del pensamiento. En su opinión, cualquier percepción “exitosa” es una categorización. Aprender remite a la capacidad de distinguir atributos – “una piedra es una forma, un color, un peso y una sustancia” – y a seleccionar lo que se memoriza. El enfoque, al final, rompe tanto con la enseñanza magistral como con la enseñanza conductista. Sus promotores desean implementar situaciones más significativas y variadas para permitir que un mayor número de alumnos construyan un saber.

Otro Estadounidense, David Paul Ausubel, dice más cosas sobre las asociaciones para establecer. A finales de los años sesenta, propone enunciados superiores a lo que se debe aprender, en lugar de hacer descubrir estos enunciados de forma espontánea por el alumno. Lo importante radica en construir “puentes” cognitivos entre los enunciados y lo que el estudiante ya sabe. Para ello, el docente debe apoyarse en un “aprendizaje significativo” y fomentar la eclosión de una nueva estructura mental en la que incorporen los conocimientos.

Jean Piaget (y detrás de él la escuela piagetiana de Ginebra) sitúa el aprendizaje en la extensión directa de la adaptación biológica y utiliza metáforas y un vocabulario extraído de la biología evolutiva. Cada organización, según dice, integra lo que toma del exterior en sus propias estructuras. Lo mismo ocurre exactamente con las informaciones obtenidas mediante sus percepciones. A su vez, el proceso se acompaña por un “acomodamiento”. En el plan biológico, la operación conduce a una modificación de los órganos. En el plano cognitivo, los instrumentos intelectuales se adaptan para amalgamar los nuevos datos. Para Piaget además, el sistema cognitivo es auto-organizado. Evoluciona hacia estados de equilibrio, por el sólo hecho de funcionar. Si el sujeto quiere asimilar un saber, debe ser capaz de adaptar constantemente su manera de pensar a las exigencias de la situación. Por lo tanto, la evolución del pensamiento se refleja por cambios en las operaciones mentales que los niños son capaces de implementar. La formación de conceptos está así subordinada al desarrollo de las operaciones mentales.

Una actividad del sujeto

Estos primeros modelos constructivistas tuvieron el mérito de demostrar que aprender ya no debía ser considerado como el resultado de las improntas dejadas por los estímulos sensoriales en la mente del alumno, un poco como lo hace la luz en una película fotográfica.

Esta capacidad tampoco es el resultado de un condicionamiento operativo vinculado al entorno. Aprender procede de la actividad de un sujeto, su habilidad para actuar ya sea efectiva o simbólica, material o verbal. Está ligada a la existencia de “esquemas mentales”, es decir a estructuras de pensamiento muy características, como lo confirman los estudios en didáctica, una nueva dirección de investigación que desplegó en los años setenta.

Este enfoque psicopedagógico va demostrar inclusive que las “representaciones”4 – como se las llamaba – son extremadamente resistentes a cualquier forma de enseñanza. Perduran muchos años en los estudiantes avanzados y los adultos, y organizan el pensamiento de forma duradera. Con lo cual se deben tomar en cuenta en la enseñanza si se busca alcanzar un cierto grado de eficacia.

En cambio, los modelos constructivistas carecen de respuestas a la hora de describir la sutileza de los mecanismos íntimos del aprender. Todo no depende de las estructuras cognitivas generales en el sentido en que Piaget lo entendió. Sometidos a contenidos inusuales, los estudiantes o investigadores familiarizados con el formalismo lógico-matemático son susceptibles de pensar como niños de 7 años. Cuanto más lejos se alejan las situaciones de los saberes dominados, más individuos – incluidos los denominados expertos – se repliegan en estrategias primitivas de razonamiento.

Del mismo modo, no todo resulta de un proceso interno. El psicólogo (ex-)soviético Lev Semenovitch Vygotsky5, entre otros, matizó los comentarios de Piaget haciendo más énfasis en el ambiente. En su opinión, la acción sobre los objetos implica una mediación social, es decir una relación con los demás. Y las interacciones con otros actores más competentes no obstaculizan el desarrollo del pensamiento. Las actividades implementadas con adultos por ejemplo, pueden ayudar a relacionar las acciones con la expresión de su significado.

Los límites del constructivismo

Lo que rige el aprender no es sólo un modo operatorio, sino una “concepción” de la situación. Movilizar a la vez un tipo de cuestionamiento, un marco de referencia o ciertas formas de producir sentido… Al limitarse simplemente a la descripción de los funcionamientos generales y de los estados de equilibrio (las “fases”), los modelos constructivistas no dan cuenta del tratamiento específico de parte de los educandos o de todas las inferencias que estos últimos pueden realizar a partir de las informaciones de las que disponen.

Esta última crítica llevó a los teóricos a formular hipótesis anexas. Jerry Fodor por ejemplo, presupone la existencia de sistemas independientes de tratamiento llamados “módulos”, que se encuentran en el origen de distintos estudios sobre la percepción, la memoria o el lenguaje. Por otra parte, el matemático californiano Allen Newell y el economista Herbert A. Simon relacionan el acto de pensar con un “tratamiento de la información”, y de ahí a la manipulación de símbolos.

La irrupción de la informática, junto con la analogía del “cerebro-computadora”, ha llevado a otro éxito de envergadura: la inteligencia artificial. Pero en el terreno del aprender, desafortunadamente, sus aportes avecinan la nada. Si bien la computadora puede distinguirse en la ejecución de tareas repetitivas o en ejercicios integrando una solución detectable por los algoritmos, apenas puede resolver problemas complejos. Grave defecto, ya que el pensamiento humano radica en una propensión para desarrollar representaciones adecuadas de una situación y prever posibles evoluciones.

Las “representaciones mentales” – dejado de lado durante un tiempo – fueron sin embargo colocadas de nuevo en el centro de los debates, amplificadas por el “conexionismo”. En este enfoque, los estados mentales del educando se convierten en las propiedades emergentes de su sistema neuronal. Un vínculo puede ahora ser establecido entre las psicologías, la didáctica, la informática, la neurología y las psicofisiologías. Esperemos que estos vínculos fructifiquen rápidamente puesto que los territorios están todavía muy delimitados y los “electrones libres” mirados con mal ojo…

Aprender y afectividad

Otra cosa más: el constructivismo aísla al alumno educando, hasta el punto de ignorar a veces que el desarrollo tiene lugar en una sociedad. No obstante, la experiencia se construye en un entorno tanto físico como social6. Al enfatizar demasiado las capacidades cognitivas, se atrofia el lugar y el rol del entorno. Sólo el psicólogo parisino Henri Wallon y en cierto modo Bruner y, hoy en día los psicosociólogos de la escuela post-piagetiana, se han interesado a ello, a través del trabajo en grupo. El niño aprende a actuar sobre su entorno. En sus actividades de aprendizaje, puede interactuar con otros y aprovechar para modificar sus ideas. Puede sobre todo activar diversos sistemas de significación, gracias a la mediación social que ofrecen los libros y otros medios de comunicación. El ámbito cultural contribuye a dar un sentido a las situaciones. Le proporciona numerosas facilidades o ayudas para pensar. Volveremos en este punto más adelante.

En cuanto a la esfera afectivo-emocional, aunque nadie la haya negado, tampoco se ha sido tenido muy en cuenta debido a la ausencia de un modelo que explique sus vínculos con lo cognitivo7. Sin embargo, los sentimientos, las pasiones eventuales juegan un papel estratégico. Nada es neutral en la apropiación de competencias. El aprender es el momento por excelencia donde se despliegan las emociones. El deseo, la ansiedad, la envidia, la agresividad, la alegría, el placer, el disgusto, etc. son transversales al acto de aprender. ¿Quién nunca ha estudiado para complacer a su docente? ¿Quién no ha mantenido firme una concepción para no parecer débil en un grupo de estudios? Por otra parte, ¿uno de los proyectos de la enseñanza o de la mediación no es “hacer pasar” a los alumnos o al público en general del “aprender para complacer” al “placer de aprender”? Tal dimensión ya no puede ser ocultada, ni considerada como un mero “factor limitante”. En resumen, la emoción debe plenamente integrarse en el proceso del aprender. Es uno de los parámetros que conforman esta capacidad.

¡Rumbo a la deconstrucción!

Nada es simple o inmediatamente accesible en el aprender. La apropiación de un saber no se implementa de forma automática. La abstracción “reflexiva”, es decir la internalización de la acción, uno de los mecanismos más elaborados propuesto por Piaget – puesto que involucra retroacciones – es un punto de vista demasiado optimista, o digamos idealizado. El aprender, irreductible a un modelo único, implica múltiples mecanismos.

Para los aprendizajes de conceptos o de enfoques, una nueva información rara vez encaja en la línea de los conocimientos manejados. El saber instalado rechaza cualquier idea que no se encuentre en sintonía8. A veces, el educando puede simplemente no oír. Como dice el sentido común: “¡Entra por un oído y sale por el otro!”. También puede decodificar el mensaje pero no hacer nada con ello. La información recibida socava demasiado su percepción del mundo y prefiere darse por vencido. El educando puede también registrarlo, pero nunca lo volverá a movilizar. El saber memorizado no permite responder de forma adaptada a nuestro entorno. El individuo puede incluso hacer cohabitar dos registros de conocimiento y utilizarlos por separado, según los dominios o los lugares. Es muy frecuente encontrar estudiantes en el aula capaces de utilizar ciertas fórmulas matemáticas o aplicar ciertas consignas técnicas, que luego se muestran impotentes en la vida cotidiana al momento de establecer correspondencias entre las nociones aprendidas.

Una deconstrucción de las concepciones del educando se convierte en una etapa previa. El primero en sugerirlo fue el filósofo francés Gaston Bachelard. En la década del treinta, este último tuvo la virtud de describir en sus múltiples obras los numerosos obstáculos epistemológicos que identificaba. Para él, se trataba cada vez de impedimento a la adquisición de un enfoque científico. Estos obstáculos se acerca de algún modo con el “sentido común9”. Ahora bien, debe admitir que es precisamente este sentido común el que permite a todos moverse y actuar en la vida cotidiana. Una vía le parece obligatoria si se desea que el alumno pueda aprender: superar el sentido común. Según él, nunca se trata de “adquirir una cultura… sino más bien cambiar de cultura. Qué hacer, si no revertir los obstáculos acumulados en la vida cotidiana”. Su propuesta desemboca en una pedagogía de la “rectificación” de las concepciones previas. De hecho, suele ser más bien una pedagogía de la “eliminación10”.

Ahora, a diferencia de la ingenua sugerencia de Gaston Bachelard, este enfoque es imposible en la práctica. Por varios motivos, el educando no se deja fácilmente despojar de sus opiniones y de sus creencias. Demuestran ser competencias. La construcción y la deconstrucción sólo pueden ser procesos interactivos. El nuevo saber sólo se asienta cuando pasó sus pruebas. Entretanto, el saber anterior – el sentido común – única herramienta a disposición del educando, ha servido de marco interpretativo.

Último límite – por el momento – de los modelos constructivistas: su silencio respecto al contexto y las condiciones que favorecen el aprender. Para quienes se preocupan por la educación o la mediación, quizás no hay mayor frustración. Pero no se le puede echar por ello. No es asunto suyo… Un modelo psicológico tiene la función de explicar los mecanismos cognitivos, no de considerar el trabajo de un docente o de mediador. En este punto, Piaget siempre ha sido muy honesto.

Asimismo, las cuestiones de pedagogía práctica no permiten investigaciones “bellas”. Las situaciones que se dan en un aula no son del todo relajadas. Demasiados elementos interfieren. Es difícil sofisticar su trabajo como se lo puede hacer en un laboratorio. Encontramos muy pocos datos, inmediatamente accesibles, para organizar sus acciones educativas.

En el mejor de los casos, la idea de “maduración” puede ser considerada, pero es frustrante para el docente en la medida en que el factor que determina el aprendizaje es el desarrollo natural del niño con la edad. En efecto, para Piaget y la escuela de Ginebra, todo se explica a través del desarrollo. Pero todavía es preciso que el sujeto pueda realizarlo. De hecho, éste rara vez es automático. El niño debe encontrar un determinado interés en él. Para llenar este vacío, los neo-piagetianos ahora consideran la “co-acción”, es decir la importancia educativa de una actividad conjunta o de un “conflicto cognitivo”, en otros términos la superación de sus propias representaciones mediante la oposición de las ideas. Sin lugar a dudas, estos dos últimos elementos propician el aprender. Pero tales propuestas siempre son demasiadas pobres para inferir, en todas sus dimensiones, en situaciones o en recursos educativos y culturales. El encuentro entre un educando y un saber no es evidente. Múltiples ingredientes son imprescindibles. Deben entrar en sinergia.

Por otra parte, el mundo exterior no enseña al individuo directamente lo que se supone que debería aprender. La propia actividad del educando es necesaria, pero insuficiente. Obviamente, el individuo inventa el sentido desde el entorno en el que se encuentra y a través de su historia. Él sólo puede, pero como lo veremos más adelante, no podrá hacerlo la mayor parte del tiempo quedándose sólo. Un proceso de mediación es siempre un “paso obligatorio”, incluso para las personas autodidactas. Todos estos argumentos nos piden ir más allá del constructivismo…