“Quien se compromete a escuchar la respuesta de los niños tiene un espíritu revolucionario”. Françoise Dolto, La causa de los niños, 1985.
Sólo el individuo puede aprender. No podemos aprender en su lugar, les guste o no a los promotores de la simple transmisión del saber que insisten en que “sólo hay que dar una buena clase para que el alumno aprenda”.
Hace un tiempo, un ministro de la República Francesa (nuevamente a cargo de altas funciones) quiso ilustrar esta dura concepción pedagógica. Agarró una jarra y exclamó:»¡Aquí está el saber! «.
Luego, al designar un vaso, dijo:”Este es el alumno”. Empezó a volcar el agua en el vaso, orgullo de especificar lo que significaba enseñar. Pero empujando por su movimiento, roció la mesa… Esto es lo que sucede a menudo cuando se sostiene que enseñar, es pasivamente “decir” o “mostrar”, y que olvidamos que el educando recupera muy poco del sabroso saber que se coloca en su boca.
Desde hace un siglo, los psicólogos y epistemólogos tratan de entender lo que significa ser inteligente o enseñar. Se han probado todo tipo de prácticas. Después de cien años de esfuerzo, las explicaciones son todavía muy parciales. Hace casi veinte años, comenzó una nueva dirección de investigación: la investigación en didáctica. No tiene nada que ver con el antiguo significado de la palabra, que significa más bien “metodología escolar”. Se trata de delimitar la acción de aprender en todos sus componentes. Estos trabajos, que apasionan los ámbitos económicos y que inspiran la formación de los cuadros, permanece confidenciales para el público y los ámbitos educativos recién están empezando a interesarse acerca de ellos.
Enseñar no es aprender
Un punto, en particular, genera unanimidad: la ausencia de vínculo directo entre enseñar y aprender. Sabíamos que los alumnos nunca asimilan todo lo que enseñan los docentes. De lo contrario, la idea de “promedio”, que se trata de obtener para rendir las pruebas y los exámenes, nunca se hubiera inventado1. Lo que el estudiante registra, en general temporalmente, es a veces un sonido, a veces la forma bajo la cual se socializó la información. Los resultados generan distorsiones cómicas. En historia, los “ultimátums” se convierten en “últimos átomos”. En biología, las “hormonas” se transforman en “cromosomas” o en “neuronas”.
La lectura de los apuntes de una clase es también esclarecedora. Las frases están incompletas, algunas palabras a penas se asemejan a lo que se dijo, los datos son asociados de forma burlesca. No es raro encontrar en geografía perlas como estas: “Los Países Bajos cultivan flores, quesos y pescados”; «En los Estados Unidos, hay conflictos entre razas, por ejemplo entre los Negros y la policía”; “En el Macizo Central (Francia), el queso de oveja el más común es el queso de cabra2”.
Más allá de la fantasía y la originalidad, estas frases sintomáticas reflejan un estado de las cosas: la escuela se ha convertido en un ritual. ¿Qué hicieron sus alumnos? Trataron de recuperar, de la mejor forma posible, lo que les pareció constituir la esencia del discurso del docente. El contrato educativo, tal como lo contemplan, remite a la memorización de ciertas nociones con miras a futuras interrogaciones. ¿Acaso cada uno de nosotros no ha puesto en práctica este tipo de estrategias para intentar lograrlo? Para ser sincero, la más estúpida que he usado era en la clase de inglés. Noté que la docente nos hacía aprender listas de palabras y luego nos hacía las preguntas en el mismo orden. Lo más provechoso para la interrogación era aprender solamente las palabras en inglés sin buscar memorizar su significación.
En otros casos, el sentido común engaña a los estudiantes como lo demuestran los siguientes ejemplos, en geografía: “Siendo una tierra bajo el nivel del mar, los Países Bajos pueden construir grandes puertos donde los grandes barcos pueden entrar sin dificultad”; “las islas son trozos de continentes flotando” o “son trozos de tierra que se han alejado de la costa”; “la tierra se está haciendo cada vez más pesada porque hay más y más habitantes”.
Cuando está concebida como una mera transmisión, la enseñanza no puede e incluso puede impedir el aprender. ¿Cuántas personas esperan veinte años o más antes de poder retomar una novela o leer una poesía? La escuela las desanimó para hacerlo. El 80% de la gente dice estar asqueada de las ciencias en la escuela. Para muchos, esta disciplina no es más que una herramienta de selección. Para otros, conduce a decisiones irracionales. En la vida cotidiana, estos últimos asocian rápidamente la ciencia con los desastres ecológicos o las ciencias con el desempleo.
Todo un abanico de concepciones erróneas sobre el aprender, concepciones que limitan u obstaculizan las prácticas de enseñanza o de cultura, explican estas derivas. Los propios docentes no escapan a esto3. Aunque pueden sentirse ofendidos cuando se les señala estos errores, muchos de ellos siguen confundiendo por ejemplo enseñar e informar.
En un boletín de información, todas las noticias son de igual importancia para la comprensión. El periodista las puede presentar en casi cualquier orden. A lo sumo, las puede colocar según una jerarquía que favorezca la audiencia. Por otra parte, el individuo está dispuesto a escucharlas y posee todos los datos ad hoc. Así, su saber se encuentra enriquecido. Toma nota de la existencia de un nuevo país, de la emergencia de una nueva situación geopolítica o de la invención de un proceso industrial. Pero fundamentalmente, su pensamiento no resulta transformado. Sólo vincula los datos expuestos a una forma de pensamiento preexistente capaz de interpretarlos (de paso, observemos que lo el público registra es modesto: menos del 5% de las informaciones brindadas por un reportaje televisivo…).
Cuando aprende (tendremos la oportunidad de volver en ello más adelante), nuestro cerebro elabora una concepción de la realidad a partir de la información escrita, de las imágenes y de los sonidos que recibe o busca. Esquemáticamente, esta concepción apela a formas de razonamiento, relaciona los datos entre sí, infiere los resultados y formula hipótesis… El conjunto sirve para explicar lo que está sucediendo, o incluso para anticipar nuevas situaciones; en definitiva, sirve para organizar nuestro comportamiento.
Cuando una experiencia determinada ya no puede “encajar con el modelo conocido”, ya sea porque es obsoleto o inadecuado, nuestro cerebro rectifica su red conceptual (el proceso raramente es consciente). Basándose en la experiencia, desarrollamos otra concepción que aparece más apropiada y que puede ser memorizada para tratar situaciones similares a futuro.
El desfasaje del alumno
El otro error en la enseñanza, aunque directamente relacionado con lo anterior, es que los alumnos poseen los conocimientos previos suficientes y un vocabulario adecuado para lograr seguir las presentaciones. Veamos un instante la manera con la que un docente estructura habitualmente su clase. Por supuesto, busca argumentos para lograr “transmitir su mensaje”. Pero lo hace según sus propios conocimientos; busca datos que refuerzan su sistema de pensamiento, confiando en que lo que “funciona” para él “funcionará” para sus alumnos.
Para tratar por ejemplo una noción tan abstracta en la historia como “la mentalidad de los años 1900”, recurre a analogías y ejemplos extraídos de los modos de vida de otras épocas, el Gran Siglo, el Renacimiento o la Edad Media. Si por ejemplo el “amor cortés” significa algo para el docente, en cambio no dice nada a un joven de los suburbios4. Para que un argumento tenga sentido y haga evolucionar un pensamiento, tiene que involucrar al alumno, no el docente.
En primer lugar, el vocabulario plantea un problema. En una exposición sobre la economía, es difícil evitar la jerga del especialista. Algunas palabras muy comunes – para el docente – como “importación” o “exportación”,”crédito” o “débito” son confundidas por más de la mitad de los alumnos; y no hablemos de “tasas de inflación”, de “masa salarial” o de “PBI”. En las ciencias, todo se complica aún más. “Masa”, “trabajo”, “poder”, “fuerza” y otros nombres de la vida cotidiana cambian su significado cuando están asociado con el repertorio científico. Hasta las palabras más simples pueden convertirse en fuente de malentendidos. En una clase de nutrición que daba a niños en Ginebra, quería transmitir la idea de que el desayuno era una “comida”. Luego de varios intentos fallidos, entendimos por qué fracasábamos. Una comida, para estos niños, no es una ingestión suficiente y equilibrada de alimentos, sino que supone que la familia esté reunida y que haya cubiertos y vasos en la mesa. En algunos distritos católicos suizos de la Suiza francófona, ¡la oración es incluso necesaria! Comer un bocadillo en una esquina de la mesa, estando además sólo, no podría significar “comida” en sus mentes.
“Bebida”, otro ejemplo, ¿es comer? Sí, en las ciencias. ¡Pero no en la vida cotidiana! Lo mismo para el agua “pura”, es decir el agua potable en tiempos normales, cuando en química se trata del agua sin sales minerales, y en biología de agua sin partículas fecales y bacterias, pero pudiendo contener sales minerales… ¿Cuándo tomamos conciencia que beber un litro de Coca-Cola aporta un equivalente energético de diecisiete cubitos de azúcar? Explicar sistemáticamente el vocabulario, usar ejemplos significativos del mundo real de los jóvenes y elegir analogías comprensibles son requisitos que ningún docente puede ignorar si quiere que su clase sea fructífera.
Otro error: creer que el alumno es capaz de organizar su propio entendimiento. En apariencia, el modelo transmisor respeta la sabiduría del famoso dicho: “Es forjando que uno se hace herrero”. En realidad, el alumno no está “forjando”. La mayoría de las veces, observa cómo el docente diseña una pieza y la recibe finalizada. Su utilidad le será revelada más tarde, si vuelve a aparecer algún día. Es el docente y no el alumno quien articula las ideas, resuelve las contradicciones e las inconsistencias, todas estas operaciones contribuyendo a la elaboración del sentido. Lo va implementando, preparando su clase, recortando los saberes considerados demasiado arduos y buscando argumentos que puedan corroborar su mensaje. Al buscar facilitar el aprendizaje de sus alumnos, les priva inadvertidamente de uno de los aspectos más didácticos del aprender.
Por otra parte, aplicado a la letra, el modelo transmisor hace perder progresivamente el gusto del alumno por el pensamiento crítico que juega un papel clave en el aprender. Sin mencionar también que esteriliza la imaginación, la creatividad y la adaptabilidad. El alumno termina conformándose en la pasividad. Ya no es responsable de nada. Para ser exitoso, sólo tiene que memorizar y encontrar lo antes posible lo que se le está pidiendo. Por eso, cuando se le propone otra forma de trabajar, ¡se erige en firme defensor del sistema!
Suponiendo que se tenga en cuenta el vocabulario, y que el alumno tenga un buen o probado manejo de la organización de las clases, el docente no se encuentra por tanto al final de sus dificultades. El individuo que aprende, insistamos en eso, no es una página en blanco en la que el docente viene a depositar su saber. Descifra los datos de una clase a través de una “grilla” de lectura personal que remite a un conjunto de explicaciones y modelos anteriores.
Un ejemplo. En el invierno, ¿por qué llevamos ropas de lana? La explicación espontánea es: porque la lana “calienta”. La sensación de calor es asimilada a una supuesta propiedad de la lana. De manera similar, para explicar lo que sucede en un recipiente que contiene un líquido expuesto a una fuente de calor, todos los alumnos invariablemente usan el mismo modelo empírico: el “calor” está proporcionado por una fuente. El “calor” es un tipo de “fluido” que se mueve del cuerpo más caliente al cuerpo más frío. Por lo tanto, el calentamiento de un líquido en un recipiente depende del tipo de recipiente utilizado y de la influencia del “calor” sobre este último. Él dirá: “El calor penetra fácilmente” o “el calor ingresa difícilmente”. Y cuando se trata de enfriar: “Este recipiente mantiene el calor más tiempo”, o “este recipiente evita que pase el calor”. “El calor calienta más rápidamente el (contenedor de) metal que la madera”. También sostendrá que “el aluminio es mal conductor para el calor” o que “la lana conserva el calor más tiempo” sin establecer una relación con lo que había enunciado para el pullover.
Aunque este modelo puede explicar e incluso predecir situaciones complejas, se torna más parcial que el modelo científico. Ante la necesidad de encontrar una explicación para indicar lo que ocurre en invierno cuando se abre una ventana, podremos escuchar: “El frío entra”. Un nuevo modelo, el frío, es invocado en lugar del calor. Pero el primero esquema sigue de pie: ¡se puede calentar una casa con agua helada! Solo hace falta “bombear” la energía contenida y extraer agua aun más fría. Es el principio de la bomba de calor. Pero el sentido común tiene dificultad para aceptarlo. Se sigue pensando como en el siglo XVII, cuando la temperatura se explicaba añadiendo “grados de frío y grados de calor”.
Otro ejemplo es la fertilización y el papel respectivo de los espermatozoides y del óvulo. Para unos, este último desempeña el papel principal porque contiene el “germen” del bebé. Para otros, el papel dominante se le asigna al espermatozoide. El óvulo interviene, pero sólo como un receptáculo en el que el esperma encuentra alimento y protección. Este concepción semejante contiene, en espejo, preguntas más amplias: ¿cómo dos elementos tan disímiles como un óvulo y un espermatozoide cooperan para formar un embrión? ¿Cómo pueden dos estructuras tan disímiles dar vida a un tercero?
La permanencia y la regularidad de estas respuestas no dejan de intrigar. Presentes desde la más temprana infancia, las encontramos del mismo modo en la cabeza de nuestros responsables tomadores de decisiones. ¿Cómo no interrogarse sobre la utilidad de los programas de enseñanza o de televisión? Ignorando el modo de pensar del educando, la escuela produce un discurso desfasado. Como consecuencia, las concepciones iniciales permanecen inalteradas y atraviesan las prácticas escolares.
Las concepciones del educando, un punto de partida
Es imperativo que la consideración de las ideas del alumno se convierta en el punto de partida de cualquier proyecto educativo. Esto nos ha llevado a explorar y luego a categorizar durante más de veinte años las ideas de los niños y los adultos. Estos estudios fueron utilizados para identificar los obstáculos que los docentes pueden encontrar y para ayudarlo a “pensar” mejor su clase. Antes de iniciar una clase, algunas preguntas son necesarias para establecer una especie de inventario público: “¿Qué quieren aprender los alumnos sobre este tema? ¿Qué los preocupa? ¿Qué esquema tienen ya en la mente? ¿Cómo se representan el fenómeno o la pregunta? ¿En qué me puedo apoyar para avanzar?”. Sin esto, poco o nada acontecerá. El docente disfrutará de una buena exposición, pero el resultado en términos de aprendizaje, será nulo o por lo menos superficial. Las concepciones antiguas, muy tenaces, se mantendrán.
Que estas últimas no se dejen modificar fácilmente es normal. Se han formado desde la infancia y se han “enriquecido” a lo largo de los años. Es posible además que, en ciertas circunstancias, hayan sido suficientes para actuar o tomar una decisión sin encontrar demasiados inconvenientes.
Paradójicamente, esta rigidez se debe a que estas concepciones son muy… plásticas. Se adaptan muy hábilmente a lo que se dice para mantener en su lugar la estructura de pensamiento. En el peor de los casos, el individuo no escucha… En otras palabras, sólo aprendemos lo que nos hace felices o lo que fortalece nuestras convicciones; en realidad, lo que ya sabemos. Pero si ya lo conocemos, no hay aprendizaje. Ésta es otra paradoja que debemos tratar de resolver. Significa que sólo se puede aprender apoyándose sobre las concepciones propias, concepciones que hay que modificar al mismo tiempo. Si sólo fuera cuestión de aprender a memorizar, estas dificultades, insuficiencias y errores serían irrelevantes. ¡Pero tenemos que tomar decisiones, nuestras vidas requieren compromisos y nuestras concepciones toman forma!